miércoles, 29 de agosto de 2007

El GOP ayer y hoy

El Partido Republicano, también llamado GOP (Grand Old Party), surgió en 1854 como coalición de un sector disidente del Partido Whig y los demócratas del norte y el Oeste adversarios de la esclavitud. El Partido Whig había surgido a principios del Siglo XIX como una coalición de nacional-republicanos que se oponían al estilo presidencialista de Andrew Jackson, defendiendo un mayor poder del Congreso sobre el poder ejecutivo. Durante el periodo de dominación demócrataque siguió a la elección de Jackson, al amparo de Presidentes oscuros, los políticos del Sur alcanzaron una influencia creciente en la política nacional. La cuestión de la esclavitud, asunto prioritario de la agenda de estos políticos del Sur, hizo cristalizar el enfrentamiento entre esclavistas y anti-esclavistas.

El Norte lo consideraba una vergüenza para la democracia y causa de la pervivencia de una economía y de una sociedad anticuadas. La expansión de la Unión hacia el Oeste sólo agravó el conflicto ya que surjía con fuerza el debate de si los nuevos estados iban a ser esclavistas o no. Una ardiente campaña abolicionista inspirada por los cuáqueros y los filántropos empezó a extenderse en el Oeste, acercando a los free-soliers -antiguos demócratas opuestos a la expansión de la esclavitud- a otros anti-esclavistas hacia la fundación del nuevo Partido Republicano. El objetivo de la organización sería enfrentar el creciente poder de la clase sudista para neutralizar el intento de estos por controlar el poder federal para expandir la esclavitud más allá del Sur. En esencia, el nuevo republicanismo proclamaba la recuperación de los valores de virtud cívica y valores anti-aristocráticos surgidos de la experiencia de 1776. Su primer lema sería “Tierra Libre, Trabajo Libre, Expresión Libre y Hombres Libres”.

Su primera gran figura sería Abraham Lincoln, un antiguo congresista whig por Illinois que en 1858 se presentó al Senado logrando gran notoriedad a nivel nacional gracias a sus debates con el demócrata Stephen Douglas, a pesar de terminar perdiendo aquella elección. Elegido candidato republicano a la Presidencia en 1860, su programa se basó en impedir la extensión de la esclavitud al resto del país y en la implantación de tarifas proteccionistas. Su elección desencadenó la secesión de los estados del Sur. Lincoln trató de restaurar la Unión, pero tras el bombardeo de Front Suemter por los sudistas asumió el mando supremo del ejército unionista en la Guerra Civil.

Tras la victoria en la Guerra, Lincoln se mostró partidario del restablecimiento de la Unión en igualdad de derecho para todos los estados, y así comenzó la liquidación del pasado en forma de Reconstrucción entre 1865 y 1877. Lincoln no pudo estar presente al ser asesinado seis días después de la victoria. Esta obra la llevó a cabo la fracción radical del Congreso, que, después de haber eliminado al sucesor de Lincoln, Andrew Jonson (1865-1869), sospechoso por su tolerancia respecto a los vencidos, proporcionó la Presidencia al héroe de la guerra, el General Ulysses Grant (1869-1877). Un Presidente débil, Grant fue el instrumento de los republicanos del Congreso, y cada vez más de los medios financieros del Norte y los agricultores del Medio Oeste, que reclamaban libertad para exterminar a los indios y ocupar sus tierras.

Entre 1865 y 1896, la industria, el comercio y las finanzas experimentaron un enorme desarrollo. Como consecuencia, las ciudades se extendieron y millones de emigrantes interiores fueron absorbidos por la nueva estructura económica. Apareció una nueva clase social: la de los grandes industriales y comerciantes. A esta América de los Carnegie, Rockefeller o Morgan, el Oeste intentó por última vez imponer las concepciones jeffersonianas sin éxito. El fracaso de las campañas populistas testificó que la sociedad industrial había alcanzado suficiente madurez para resistirle. Era la edad dorada de un Partido Republicano que se había acomodado en el papel de defensor de la modernización social y el desarrollo de los intereses de la industria emergente.

Para finales del Siglo XIX esta coalición gobernante ya había logrado elevar la economía estadounidense al primer lugar mundial. En poco tiempo se pudo obtener un extraordinario crecimiento demográfico gracias al crecimiento natural y un masivo aflujo de inmigrantes. La producción de hierro se cuadriplicó, la de carbón se quintuplicó y la de cobre se duplicó. La cantidad de petróleo extraído en los pozos de Ohio o California aumentó en un 150%. La producción de acero pasó de 1,3 millones en 1875 a 36 millones en 1900.

La rápida expansión de los negocios favoreció el nacimiento de los grandes capitalistas. Estos nuevos ricos reemplazaron a los plantadores y comerciantes de la primera mitad del Siglo XIX. Labraron fortunas colosales que les permitieron hacerse con el apoyo de políticos, jueces y periódicos. Apoyados en la hegemonía republicana, Harriman y Gould dominaban los ferrocarriles, Carnegie el acero, y Rockefeller el petróleo. Morgan –apodado “el rey de la banca”- creó la US Steel Co.

Pero el poderío de esta plutocracia empezó a generar el descontento de amplios sectores de la sociedad. Además el desarrollo del sector industrial se concentró en zonas geográficas reducidas, la región del Noreste afirmó su supremacía, y en el interior de las fábricas aumentó la división del trabajo. Por un lado, los pequeños propietarios agrarios estaban en dificultades, y por el otro, el incremento del número de obreros industriales daría lugar al nacimiento de las luchas sindicales. Jornadas de diez horas de trabajo, ninguna indemnización en caso de desempleo o enfermedad, generaban descontento entre la masa obrera.

Estas transformaciones sociales tuvieron amplias repercusiones en el Partido Republicano. Los asuntos políticos parecían quedar eclipsados por las preocupaciones económicas. El partido, manteniendo sus posiciones modernizadoras en el terreno económico, inició una deriva hacia el conservadurismo de las élites, partido de la riqueza organizada, pero también de los nativos. Nacional, protestante, hostil a la inmigración reciente y favorable al fortalecimiento del poder federal. Mientras el Partido demócrata se convertía en la organización de los descontentos que llegaban al poder solo cuando los negocios peligraban y defensor de las libertades de los estados.

Los republicanos presidieron los destinos del país salvo en el intermedio de Grover Cleveland. El Big Business imponía sus criterios y se beneficiaba del apoyo de la Corte Suprema y los medios de comunicación. En las elecciones de 1896, populistas y sindicatos sostuvieron el programa del demócrata William Jennings Bryan: populismo agrario, bimetalismo, disminución del proteccionismo, impuesto sobre la renta, lucha contra los trusts, etc. Los republicanos, reunidos en torno al Gobernador William McKinley, de Ohio, defendieron las tarifas aduaneras establecidas y el orden industrial. Marc Hanna, hombre de negocios de Ohio y verdadero jefe del partido, incitó a las grandes sociedades a proporcionar fondos para pagar a los diarios y a miles de oradores profesionales, inaugurando la era moderna en el funcionamiento de las campañas electorales.

Con las grandes sumas de dinero recaudadas, hasta tres millones y medio de dólares, Hanna financió el viaje en tren de importantes personalidades hasta la casa de McKinley durante la campaña. Las presiones de la gran banca sobre los colonos y la de los industriales sobre los obreros, contribuyeron a asegurar la elección de McKinley. El gran capital triunfó, con ello la América industrial y ciudadana consolidaba su dominio, al tiempo que los republicanos se aseguraban su hegemonía a las puertas de un nuevo Siglo. De las elecciones de 1896 en adelante, el partido ganaría siete de las nueve siguientes elecciones presidenciales y, salvo la excepción del demócrata Woodrow Wilson, su dominio sólo acabaría con la crisis de la Gran Depresión.

Bajo McKinley, el capitalismo adquiriría dimensiones novedosas. Los grandes capitales empezaron mirar más allá de las fronteras estadounidenses y a ambicionar los nuevos mercados de materias primas y de ventas para sus productos. Al mismo tiempo, la banca tomaba el primer puesto y pasaba a controlar grandes trusts industriales. El reflejo de la aplastante influencia de los poderes económicos lo tendríamos en la Convención Republicana de 1900, celebrada en Philadelphia. Allí la casa de los Morgan –hoy en día conocida como JP Morgan Chase desde que se fusionó con el banco de los Rockefeller- se hizo con el control oficioso del Partido Republicano chantajeando a William McKinley y Marc Hanna con el voto de los delegados de Nueva York, entonces de largo el estado con mayor número de delegados de la Unión. Obligaron al Presidente McKinley a escoger al Gobernador Teddy Roosevelt, de Nueva York, como nuevo candidato para la Vicepresidencia.

Hanna advertiría sin éxito a los delegados, “¡No os dais cuenta que sólo habrá una vida entre este loco y la Casa Blanca!”. Pero la voluntad de los banqueros de Nueva York se impondría finalmente. Apenas unos meses después de su reelección, el Presidente McKinley moriría asesiando en Nueva York y Teddy Roosevelt se convertiría en el presidente más joven de la Unión. Con él daría comienzo el llamado “panamericanismo” y la extensión de los intereses corporativos más allá de las fronteras nacionales se aceleraría. Esa sería la base de la emergente doctrina imperialista. La idea sería extender la influencia estadounidense sobre todo el continente americano en nombre del “corolario Roosevelt” - derecho de intervención en los países del hemisferio americano en caso de desórdenes financieros o políticos. Bajo la estrategia del “Gran Garrote” promulgada por Roosevelt, los intereses nacionales se extenderían a países como Panamá, Colombia, Nicaragua y Venezuela.

En este periodo sólo las diferencias internas llevarían al partido a perder la Casa Blanca entre 1913 y 1921. Recuperaría el poder en 1920, tras oponerse abiertamente a la ratificación del Tratado de Versalles y asumir una posición aislacionista en política exterior frente al internacionalismo de los demócratas de Wilson. En la década de los 20, bajo las presidencias de los republicanos Harding, Coolidge y Hoover, EEUU se cerró a los productos, los hombres y las ideas de Europa. El proteccionismo aduanero se reforzó. Dos leyes limitaron la inmigración, favoreciendo a los nórdicos en detrimento de eslavos y mediterráneos. Un resurgir del puritanismo acompañó a esta voluntad de aislamiento, se prohibió la producción y consumo de alcohol y se arremetió contra el inconformismo moral y religioso.

Ese aislacionismo coincidió con una gran prosperidad en la que se encerraron egoístamente los estadounidenses. La Primera Guerra Mundial había estimulado la economía a causa de las necesidades de los aliados. Este periodo representa el apogeo del capitalismo norteamericano. Hasta que en 1929 estalló la crisis como resultado de la superproducción agrícola, el subconsumo industrial larvado y el excesivo desorden en la especulación bursátil. La consecuencia para los republicanos sería devastadora. El triunfo del demócrata Franklin Delano Roosevelt en 1932 supuso el fin del apogeo republicano y el comienzo de la dominación del Partido Demócrata en la política nacional, a través de sus políticas de planificación e intervención social que crearían relaciones de clientelismo con el electorado, y que se extendería de forma más o menos continuada hasta finales del Siglo XX.

En ese momento se inauguró un periodo en el que el Partido Republicano no representaba más que una alternativa tibia y vulgar, carente de ideas propias y singulares. Las políticas republicanas se ajustaron al amplio espectro liberal -liberal en sentido anglosajón- que surgió de las políticas demócratas. Derecha e izquierda se tabulaban por el mayor o menor énfasis en la intervención económica del Gobierno, en el apoyo a las corporaciones o los sindicatos, pero siempre dentro de unos mismos márgenes, los márgenes que imponía la dominante coalición demócrata.

En ese mapa político del periodo del 'New Deal', los demócratas de izquierda, progresistas y centristas podrían asimilarse al modelo de la socialdemocracia europea, mientras los republicanos más clásicos encajarían más en partidos liberales o en modelos templados de democracia cristiana que en un partido conservador a la británica. Los barones republicanos no cuestionaban la herencia de Franklin Roosevelt y la asumían como base a partir de la cual avanzar. En ningún caso se planteaban echar abajo el sistema de protección social que había rescatado al país de la Gran Depresión. Sólo los locos podían plantearse tal cosa.

Con la única excepción del maccartismo -que floreció bajo el mandato del demócrata Truman- las ideas contrarias al newdealismo constituyeron una excentricidad sin eco alguno en el Establishment que regía la vida política e intelectual de la nación. La larga era progresista que había comenzado en los años treinta y transcurrió a través de gobiernos demócratas y republicanos -como el de Eisenhower- había marginado a las minorías ultramontanas. Incluso el maccartismo, con su agrio patriotismo anticomunista, fue arrinconado como un mal sueño al finalizar la primera etapa de la Guerra Fría y reducido a ciertos sectores del ejército.

La dinámica interna del Partido Republicano era regida desde los despachos de los grandes industriales del Noreste, hombres de negocios con pedigree que abogaban por el entendimiento práctico con sus vasallos sindicales para conjugar empleo y productividad. Creían en el pacto social reformista y la planificación económica, y estaban siempre dispuestos a colaborar con los poderes gubernamentales. Reunidos alrededor de la Roundtable Business, estos reyes del viejo y sólido dinero creían más en la planificación de Keynes que en la utopía libertaria de Adam Smith. El Senador Robert Taft, quien perdió la nominación republicana frente al General Eisenhower en 1952, llegó a quejarse amargamente, “todos los candidatos republicanos desde 1936 han sido elegidos por la Chase Bank y los Rockefeller”.

Frente a ellos, comenzaría a surgir una nueva clase entre los sectores más rebeldes de la plutocracia. Una casta de hombres que habían creado sus propios negocios y los administraban personalmente. Esta nueva raza de magnates medró en estados del sunbelt como California, Texas o Colorado. Sus empresas no figuraban en las listas clásicas de las 500 corporaciones más importantes de la revista Fortune, pero sí en las listas de hombres más ricos de Estados Unidos. Sus negocios incluían compañías petroleras particulares, cadenas de grandes supermercados, inversiones inmobiliarias o imperios cerveceros como el de Joseph Coors.

Estos nuevos ricos protagonizarían el realineamiento de las élites de riqueza. Componían una comunidad de hombres prósperos y libres que clamaban por un horizonte más abierto para sus negocios. Frenados por regulaciones masivas y gastos sociales, deseaban una "ausencia de Gobierno", menos leyes y más espacio para un mercado donde sólo debían primar los principios del darwinismo social. Ellos serían el alimento económico de los nuevos invernaderos académicos que comenzarían a surgir para desarrollar un nuevo pensamiento conservador anti-sistema que clamaría contra el pensamiento único del "New Deal". También financiarían nuevas publicaciones como National Review.

Nuevos filósofos y economistas financiados por gente como Coors, comenzaron en sus reflexiones a combatir el liberalismo social del New Deal y su órgano omnipotente, el Establishment. Su pensamiento irrumpió como una herejía en el pensamiento hegemónico de los economistas keynesianos. Al mismo tiempo, este movimiento se amparó en la lucha contra la cultura adversaria que comenzaba a surgir con el fortalecimiento de la clase media, y el fervor anticomunista frente al enemigo soviético en el exterior. Se propuso asaltar el viejo GOP, huérfano de ideas novedosas e iniciativa propia, para reconvertirlo en su plataforma política.

La gran batalla conspirativa la libraron en el seno del partido en una sorda y larga lucha con los políticos y hombres de negocios del viejo aparato para ocupar paulatinamente, y desde la base, su maquinaria electoral. Una camada de intelectuales conservadores, invitados al partido por el Senador Robert Taft, descubrieron las delicias de la política activa. El movimiento logró imponerse dentro del partido en 1964 con la campaña de Barry Goldwater, después de una sangrienta batalla interna que neutralizó sin complejos a Nelson Rockefeller, patricio del Establishment y miembro destacado de la famosa familia de industriales que había venido controlando el viejo GOP.

"No tengo mucho interés en racionalizar el Gobierno, pues lo que quiero es reducir su tamaño. No me comprometo a promover el bienestar, puesto que me propongo ampliar la libertad. Mi objetivo no es redactar leyes, sino derogarlas", eran las palabras del Senador Goldwater, un hombre oriundo del Oeste emergente, que había votado en contra del Acta de Derechos Civiles, denunciando la intervención federal en los asuntos internos de cada estado y su derecho a darse la regulación que consideraran oportuna. "Por el amor de Dios, ¿qué le ha pasado al Partido Republicano?" dijo el ex Senador patricio Henry Cabot Lodge al repasar la lista de delegados de la Convención Republicana de 1964. "Casi no conozco a nadie de esta gente".

La derrota electoral de Goldwater frente al demócrata Lyndon Johnson, brindó a los "rebeldes de la derecha" las enseñanzas que proporciona una sublevación frustrada para preparar la próxima. Además les permitió descubrir y poner en marcha la llamada Estrategia Sureña. Esta consistió en recoger el resentimiento y la insurgencia de los trabajadores blancos de bajos ingresos del Sur, reconocidos racistas y temerosos del poder del Gobierno central, que se sentían traicionados por el Partido Demócrata que los había albergado desde siempre, y en dirigir el populismo contra las élites culturales que controlaban poderosas instituciones como la Universidad de Harvard o el New York Times.

Fue Richard Nixon quien logró recuperar la Casa Blanca con esta estrategia, aprovechando la creciente depresión en las filas demócratas por la Guerra de Vietnam y la agitación social. Pero instalado en la Presidencia, se negó a poner en cuestión las reglas que gobernaban EEUU desde los años treinta. Encandilado en un principio por las teorías económicas de Milton Friedman, pronto advirtió que contra toda profecía se disparaban el paro y la inflación, y las elecciones estaban cerca. En 1971 Nixon canceló el experimento, decretó el control de precios y despidió a los teóricos de Friedman con un "a partir de ahora soy keynesiano".

Nixon también dio respuestas positivas a nuevos movimientos como el medioambientalista con la creación de la Agencia de Protección Medioambiental. Creó varias nuevas agencias y organizaciones gubernamentales y aumentó el cuerpo burocrático. Su objetivo ya no era una revolución, sino hacer todo lo que hiciera falta por ganarse el voto de una mayoría y seguir en el poder a toda costa. Pero fortaleció el movimiento conservador usando despiadadamente los temas culturales para abrir una brecha insalvable entre el trabajador blanco y el Partido Demócrata. Alentó los prejuicios populistas y arremetió contra los snobs y los relativistas que "no creían en el carácter de América". Incorporó a trabajadores, católicos y gran número de sindicalistas al movimiento conservador.

El capital político que los republicanos parecían estar recuperando se vio amenazado con el desprestigio y dimisión del Presidente Nixon como consecuencia del escándalo Watergate. Su sucesor, el moderado Gerald Ford, no parecía tener la personalidad, ni los apoyos y la fuerza para mantener vivo el movimiento. Escogiendo a Nelson Rockefeller para la Vicepresidencia, enfadó a los sublevados contra el sistema, que se organizaron para crear la red que puso en apuros la candidatura de Ford en 1976 e impuso finalmente la de Ronald Reagan en 1980.

En la elección triunfante de Reagan convergieron todas estas fuerzas que germinaron durante años en las capas medias y laterales del Partido Republicano. Reagan predicaba la defunción de la América del New Deal, y su mensaje, envuelto en salvas patrióticas, encarnaba la rebelión de los hombres libres y emprendedores contra el Gobierno que los oprimía. El mensaje era "tú no has dejado el Partido Demócrata, el Partido Demócrata te ha dejado a ti". El objetivo a derrotar era el Establishment que había debilitado la fuerza de la nación con su tolerancia moral y sus escrúpulos pacifistas, contra el que se rebelaban también los "buenos patriotas" y los "verdaderos cristianos".

La dialéctica revolucionaria de Reagan obedecía a las condiciones objetivas del ambiente que se respiraba en el país al final del periodo de Jimmy Carter. Recesión industrial, crisis económica, alta criminalidad, humillación exterior, y desconfianza en los líderes clásicos, constituían un fermento muy oportuno para aquellos que confiaban en convertir su minoría histórica en una apisonadora. Eran poseedores del mensaje anhelado por las masas descontentas que se expresaban, ya no tanto en sindicatos u organizaciones clásicas, sino en parroquias y movimientos como la Moral Majority, reuniones de empresarios del sunbelt o comités creados para la lucha contra la droga o la defensa de los valores patrióticos. Reagan aportó a la batalla su carisma y poder de persuasión.

El más popular frente de masas del movimiento insurgente fue fecundado en las iglesias fundamentalistas del profundo Sur. La sublevación de estos creyentes comportaba barrer a los jueces tolerantes frente al aborto, revocar las leyes liberales de los últimos veinte años, rezar en las escuelas y restaurar la moral. El movimiento parroquial del fundamentalismo del Sur empezó a mover millones de dólares a través de sus vastas redes de medios de comunicación. Se convirtieron en portavoces de amplios sectores de clase baja y media baja, siempre preparados para lanzar campañas contra un Senador liberal o contra una ley permisiva, y de organizar movilizaciones y homenajes para restablecer el buen nombre de "patriotas acosados" como Oliver North durante el Irangate.

Simultáneamente, entre 1981 y 1987 los republicanos lograron dominar el Senado por primera vez en una generación. El caucus republicano del Congreso se volvía cada vez más conservador. La calificación otorgada por la American Conservative Union al grupo republicano en el Congreso pasaría de un 63 sobre 100 en 1972, a un 75 sobre 100 en 1986. El corrimiento de votos no sólo afectaba a los demócratas sino que había desplazado en las propias filas republicanas a sus elementos más progresistas, como el Senador Jacob Javit, de Nueva York, en beneficio de figuras nuevas, más ideologizadas y ajenas a la vieja guardia del partido.

Tras la borrachera de éxito de la era Reagan, que coincidió con uno de los periodos más largos de prosperidad, muchos conservadores tenían la sensación de haberse quedado a medias. Habían revertido la herencia de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson, pero aún quedaba mucho que hacer para hacer desaparecer la fuerte herencia del New Deal. Se desilusionaron al comrpobar que la IBM o General Motors no deseaban una Segunda Revolución Americana. Además, muchos de ellos se sintieron defraudados por los nulos esfuerzos del heredero de Reagan, George Bush Sr, por profundizar en esa dirección revolucionaria. Uno de los líderes republicanos de la Cámara de Representantes, el texano Dick Armey, expresaba así su decepción por la Presidencia de Bush padre:

"Cuando Ronald Reagan partió para California el 20 de enero de 1989, George Bush heredó más activos que cualquier otro presidente en la historia. Una economía próspera. Un mundo que despertaba a una nueva libertad. Las ideas socialistas caídas en desgracia... Al ver la agonía del progresismo, los votantes se volvieron hacia George Bush y dijeron: "¡Liquídalo!". En lugar de ello, lo que consiguieron fue una inversión de la revolución de Reagan".

En esos términos debemos entender el surgimiento de la candidatura independiente del populista Ross Perot en 1992. El movimiento conservador había perdido la fe en un presidente comedido que no dudaba en ceder ante los demócratas del Congreso en los debates presupuestarios o buscar el consenso en los organismos internacionales que paralizaban la iniciativa exterior de Estados Unidos. Esto coincidió con la pérdida de una figura fundamental como Lee Atwater, el hombre que mantenía movilizada a la tropa de votantes para apoyar al Presidente.

Atwater observó ya en 1990 la amenaza que representaba un popular gobernador demócrata del estado sureño de Arkansas sobre el voto blanco del Sur. Se propuso parar a Clinton en las elecciones a Gobernador de aquel año antes de que decidiera llegar más lejos. "Vamos a arrojar sobre Clinton todo lo que podamos. Drogas, sexo, mujeres, todo lo que funcione. Ganaremos o no, pero le haremos tanto daño que no podrá volver a presentarse en mucho tiempo". Pero la prematura muerte de Atwater dejaría una maquinaria electoral de la Casa Blanca muy disminuida, y un Bush muy vulnerable.

A pesar de la victoria de Clinton, los republicanos no perdieron la fe en que este podía ser una reedición de la fracasada experiencia de Jimmy Carter. Al fin y al cabo había sido Ross Perot quien distanció a un 18% de los votantes del Partido Republicano, y no Bill Clinton, quien no había mejorado los resultados anteriores de Dukakis. El fracaso de Clinton de hacer avanzar la agenda demócrata en sus dos primeros años de mandato, volvió a revitalizar a los conservadores, quienes recuperando el discurso federalista y con la fuerte inversión de organizaciones punteras de la guerra cultural, como la National Rifle Association o la reflotada Christian Coalition, arrasaron en las legislativas de 1994 y recuperaron el control de las dos cámaras del Congreso por primera vez en cuarenta largos años.

Liderados por el Speaker Newt Gingrich, defendieron una enmienda al equilibrio presupuestario, la limitación de los mandatos y la reforma del sistema de bienestar social. La figura de Gingrich era la de un "primer ministro". El Presidente Clinton se vería obligado a decir que la figura del Presidente "aún cuenta para algo". Pero los republicanos dominarían la agenda nacional en lo que restaba de mandato de Clinton en la Casa Blanca. Por momentos parecía que este sólo se limitaba a firmar y viajar por el mundo. Pero la sección sureña del partido veía en Bill Clinton una amenaza para la supremacía republicana en el Sur y la América Profunda. Esa alarma nos debe servir para entender el empeño por desprestigiar su figura con escándalos sexuales y financieros varios.

Con la llegada del nuevo Siglo, el GOP consolidaría su mayoría parlamentaria y recuperaría la Casa Blanca con una ambiciosa agenda que se propondría apoderarse de muchos de los temas que hasta entonces parecían exclusivos de los demócratas, como la educación o la sanidad. Los intentos de George W. Bush y Karl Rove por perpetuar una mayoría republicana tal como hicieron McKinley y Hanna a las puertas del Siglo anterior, se verían reforzados por los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Estos ofrecían al Gobierno republicano una ocasión inmejorable, no ya sólo para apelar a los sentimientos patrióticos a los que los demócratas no sabían apelar, sino para utilizar las renacidas exigencias de intervensionismo gubernamental ante la crisis nacional para diseñar una planificación política que inclinara a favor de los principios republicanos el carácter nacional.

Al florecimiento en K Street de cada vez más lobbies vinculados al Partido Republicano y menos al Demócrata, y los resultados históricos de afiliación al partido, que en esta década han alcanzado máximos nunca vistos, igualando e incluso superando por primera vez en algún momento a la afiliación demócrata, se dispararían las ambiciones y quedarían a un lado las prudencias. La Administración Bush supondría el restablecimiento de la superioridad del poder presidencial sobre el poder legislativo. En esta etapa se asiste a un evidente desplazamiento del poder del Congreso hacia la Casa Blanca. Lo que supone revertir la tendencia imperante a partir del escándalo Watergate.

Pero la estrategia de Rove entraña riesgos evidentes. Esta considera que la actividad del votante independiente es generalmente alta, pero que su voto no es leal por carecer de una visión elaborada de los conflictos sociales. Por eso en su opinión hay que volcar más atención en la identificación de colectividades alineadas por objetivos. A corto plazo hay que asegurar una mayoría corta pero fuerte, la base que puedas movilizar estimulando los valores culturales o patrióticos. A partir de ahí, sería esencial ampliar la base de apoyo liberando a aquellas bolsas de votantes cuyo posicionamiento social y político sigue dependiendo de su pertenencia a una clase diferenciada. De ahí los valientes intentos por ganarse el voto hispano tomando la iniciativa en la reforma migratoria, que han precipitado el divorcio entre las bases republicanas y la Casa Blanca de Bush.

La división existente en las filas republicanas en torno al debate migratorio supone una de las dos grandes amenazas que ponen en peligro la coalición electoral que ha permitido al GOP ser la fuerza dominante en las últimas décadas. Ya en los años 90 vimos en pequeña escala los peligros de abrazar el populismo ultra al enfrentar el problema. En California, el Gobernador republicano Pete Wilson vio en el tema de la inmigración un argumento ideal para ganar las elecciones. Pete Wilson era un republicano moderado, alejado de los extremismos, pero comprendió que con una actitud intransigente frente a la inmigración conseguiría más votos y derrotaría sin problemas a sus rivales. Apoyó con entusiasmo la Proposición 187 que negaba el acceso de los inmigrantes hispanos a los programas de bienestar social del estado. Lo hizo con una brutal campaña televisiva en periodo electoral que le dio muy buenos resultados electorales.

Pero a Wilson le faltó visión de futuro. Simplemente quería ganar aquella elección. Pero aquella actitud que le hizo ganar la gobernación de California en aquel momento, se ha convertido con el tiempo en un lastre para el Partido Republicano de California. En la última década, como era previsible, la población hispana de California se ha multiplicado hasta superar niveles del 40% de toda la población del estado. Para estos el Partido Republicano es Pete Wilson y la Proposición 187. Así, en California los hispanos votan demócrata en porcentajes muy superiores a los del resto del país. Ahora los republicanos enfrentan un dilema similar a nivel nacional. Se encuentran entre la necesidad de evitar que el voto hispano deje de ser competitivo, y la necesidad de agradar a sus bases tradicionales que jamás aceptarán cualquier paso que se aproxime en lo más mínimo a una amnistía de ilegales.

La otra amenaza que pende sobre la hegemonía republicana es el distanciamiento de dos sectores fundamentales de la coalición: los conservadores fiscales y los conservadores sociales. Como ya hemos dicho, la coalición republicana de las últimas décadas fue activada por la moda del capitalismo químicamente puro y el atractivo de las normas del riesgo que llegaban del Oeste. Esto coincidió con la deriva demócrata en el ámbito de los valores morales y el avance republicano en el Sur conservador. Esa unión entre el espíritu libre del Oeste y el espíritu conservador del Sur fue posible gracias a las inclinaciones federalistas de ambas tendencias y su desconfianza hacia el Gobierno.

Un matrimonio bien avenido cuando luchan contra un enemigo común identificado con el poder dominante. Una coalición que se ha fortalecido y resurgido con fuerza cada vez que ha sido apartado de las responsabilidades de Gobierno. En gran medida porque es una coalición de ideas más que de resultados. Llena de contradicciones que relucen más cuando toca gobernar y llevar el peso de la responsabilidad. Su tremendo éxito en los últimos años ha sido indudable. Pero es ahí donde comienzan sus problemas. En el éxito que conduce a pasarse de revoluciones.

George W. Bush se ha enfrentado desde el primer momento a una eterna insatisfacción de las bases. Ronald Reagan contó con un Senado favorable de sólo 51 escaños sobre 100 y una Cámara de Representantes controlada por los demócratas. Esto hacía que mucha de su inacción y contradicción al hacer avanzar la agenda conservadora fuese disculpada por las bases, guiándose más por sus palabras que por sus hechos en muchos casos. Pero en los años de Bush, ha existido un control total de los republicanos sobre la política parlamentaria. Esto ha actualizado las exigencias de las bases que no han visto excusas para no llevar adelante la reforma de las pensiones y otras iniciativas.

El Presidente Bush ha satisfecho en gran medida las exigencias de los conservadores sociales, hasta que con los intentos de reforma migratoria los ha cabreado como nunca. Los conservadores fiscales, por su parte, se han visto marginados desde mucho antes. Bush disparó el gasto público en su primer mandato, estableció aranceles para el acero, creó 20,000 nuevos puestos de trabajo para funcionarios federales al federalizar la seguridad en los aeropuertos y firmó la mayor factura agraria de la historia con subvenciones a los agricultores.

El partido se ha identificado mucho más con los conservadores sociales. Esto le asegura el fuerte control sobre el Sur y centro del país, pero le puede generar problemas en otros lugares. Puede ser particularmente peligroso en ciertos estados del Oeste y Medio Oeste, donde comparten muchos valores culturales con el Sur, pero votan menos pensando en temas como el aborto, y más pensando en la disciplina fiscal o la libertad individual simbolizada en la Segunda Enmienda. Si decepcionan a una parte de la coalición, eso se traduce en desmotivación a la hora de votar.

Eso no significa que la coalición se resquebraje, ya que los demócratas no parece que vayan a hacerse con el apoyo de muchos republicanos descontentos. La amenaza es que los demócratas avancen entre el electorado independiente y, sobre todo, se aprovechen de la falta de actividad de una base republicana desmovilizada que no encuentre argumentos para ir a votar. Ese será el gran desafío que tendrá que enfrentar en el futuro próximo el Partido Republicano.

2 comentarios:

octopusmagnificens dijo...

¡Menudo repaso!

Kennedy no pero McKinley hoy habría sobrevivido a su atentado.

Me habría gustado ser enemigo de Lee Atwater y que me arrojase todo eso que quería arrojar sobre Clinton...

John Doe dijo...

1. Lee Atwater, no lo conocía, pero a años vista me ha entristecido saber de su muerte. Necesitamos más hombres comprometidos como él...

2. "Tierra Libre, Trabajo Libre, Expresión Libre y Hombres Libres". Me encanta y me lo quedo.

3. Mientras leía lo referente a California, me vino a la cabeza lo que Ann Coulter le dijo a Ben Stein durante una comida. Odiaba California y deseaba que fuera devuelta a Méjico. Ben Stein le respondió: No te preocupes.